La derrota del Partido Libertad y Refundación (Libre) en Honduras no fue producto de un solo error ni de un simple desgaste natural de gobierno. Fue la consecuencia acumulada de un ciclo político que se fracturó por dentro y por fuera, que agotó su propia narrativa y que terminó enfrentando a un país cansado de la confrontación constante, la incertidumbre institucional y el rumbo ideológico que tomó la administración de Xiomara Castro. El resultado electoral reflejó un voto contundente, no tanto a favor de la oposición, sino en rechazo a un proyecto político que perdió credibilidad, cohesión y capacidad de respuesta en los momentos decisivos.
El primer factor decisivo fue la erosión profunda del gobierno saliente. Durante los cuatro años de administración, la población percibió un deterioro en áreas clave como salud, educación, energía y seguridad ciudadana. Las promesas de transformación fueron eclipsadas por hospitales sin medicinas, apagones frecuentes, obras paralizadas, violencia persistente y un Estado de excepción que, lejos de resolver la crisis, dejó una sensación de desgaste, arbitrariedad y ausencia de resultados concretos. A esto se sumaron conflictos laborales, protestas sectoriales y múltiples señales de improvisación en la gestión pública. El discurso de refundación perdió fuerza cuando la experiencia cotidiana de los hondureños se volvió más difícil.
Paralelamente, la figura de Manuel Zelaya Rosales, percibido como el verdadero centro de poder, se convirtió en un elemento polarizante. Su protagonismo constante y su tendencia a dirigir la estrategia política desde la sombra generaron la impresión de un gobierno bicéfalo, en el que la institucionalidad cedía ante la influencia partidaria. La narrativa de un proyecto democrático comenzó a contaminarse con la sombra del autoritarismo, sobre todo cuando Libre reforzó sus alianzas con Venezuela, Cuba, Nicaragua, Irán, China y Rusia. Este alineamiento internacional se interpretó como una señal de giro geopolítico que despertó recelo en amplios sectores sociales, económicos y diplomáticos. El país, históricamente sensible a la influencia exterior, rechazó la idea de emular modelos que asociaba con deterioro institucional y control hegemónico del Estado.
La crisis interna del propio partido también jugó un rol determinante. Libre llegó a la contienda dividido, con facciones enfrentadas y disputas entre su dirigencia, alcaldes, diputados y bases militantes. El liderazgo no logró proyectar cohesión ni una visión renovada capaz de trascender los conflictos internos. Esto debilitó la organización territorial, la capacidad de movilización y el mensaje de unidad. El candidato oficialista no logró consolidarse como una figura propia y terminó siendo percibido como una prolongación del mandato saliente, sin independencia ni carisma suficiente para reconectar con un electorado cada vez más crítico.
A este desgaste orgánico se sumaron los episodios que marcaron la recta final del proceso electoral. La postura del partido Libre frente al Consejo Nacional Electoral fue vista por amplios sectores como un intento de deslegitimar el sistema antes de tiempo. La ausencia del consejero Marlon Ochoa en sesiones clave —que provocó falta de quórum y retrasos en decisiones fundamentales— alimentó la sospecha de sabotaje interno. El fracaso del simulacro del TREP, las disputas públicas entre consejeros y los mensajes ambiguos sobre la posibilidad de no reconocer los resultados preliminares dañaron profundamente la credibilidad del partido en materia electoral. Lo que Libre pretendía presentar como denuncia terminó operando como un boomerang: la población interpretó que el oficialismo quería crear caos para justificar un desconocimiento del resultado si le era adverso.
La relación hostil con el sector privado también tuvo efectos electorales significativos. Durante el gobierno, las tensiones con empresarios, productores, agroindustriales y cámaras de comercio se intensificaron. El discurso del Ejecutivo, marcado por la confrontación contra “élites”, terminó provocando una alianza tácita entre amplios sectores económicos y la ciudadanía afectada por el desempleo, la inflación y la caída de inversión. En un país donde la economía depende del esfuerzo conjunto entre Estado y sector productivo, la sensación de parálisis y de persecución política generó temor y desconfianza.
Pero quizá el golpe más determinante vino de la calle: el voto popular que en 2021 llevó a Libre al poder se convirtió en un voto de castigo. Los barrios afectados por la extorsión, las familias golpeadas por el encarecimiento de la vida, los trabajadores cansados de promesas sin resultados, los jóvenes sin empleo y los sectores rurales abandonados por la falta de apoyo en producción e infraestructura se alejaron del oficialismo. El discurso de refundación, que alguna vez encendió esperanza en las comunidades, ahora era visto como un recurso repetido, incapaz de ofrecer soluciones reales.
En este contexto, la estrategia de recurrir nuevamente a la narrativa del fraude perdió peso. A diferencia de 2021, cuando el país vivía un ambiente de hartazgo contra la administración anterior, en 2025 la ciudadanía no estaba dispuesta a aceptar teorías de conspiración sin sustento. La oposición organizó un sistema de conteo paralelo, la veeduría internacional fue más amplia y sectores independientes estuvieron más atentos que nunca. Cuando Libre insinuó que no aceptaría los resultados del TREP, el efecto fue contrario al que esperaba: generó miedo sobre la estabilidad, incentivó la participación masiva de la oposición y terminó movilizando incluso a votantes desinteresados, decididos a evitar un nuevo episodio de conflictividad política.
Así, la derrota de Libre no fue repentina ni accidental. Fue el resultado de un acumulado de errores estratégicos, desconexión con la realidad del país, fracturas internas, malas decisiones institucionales y un clima geopolítico adverso. La administración de Xiomara Castro llegó al cierre de su mandato sin haber consolidado bases sólidas para un segundo ciclo del proyecto político. En vez de presentar un gobierno de resultados, se encontró envuelto en controversias, conflictos internos y una narrativa que dejó de convencer.
Lo que ocurrió en las urnas fue la manifestación final de un sentimiento social que se venía gestando desde hacía años: la necesidad de virar hacia un modelo menos confrontativo, más funcional y menos ideologizado. Libre, atrapado entre su identidad original y las expectativas de un país que exigía respuestas inmediatas, no logró adaptarse. Su derrota, lejos de ser solo un revés electoral, representa un punto de inflexión para el rumbo político de Honduras y para la influencia de los proyectos de izquierda radical en la región.
Si deseas, puedo desarrollar una segunda parte del análisis centrada en las consecuencias geopolíticas de la derrota de Libre y cómo reconfigura la balanza de poder en Centroamérica.