A pocas horas de las elecciones generales en Honduras, el escenario político experimentó un giro inesperado tras la declaración del presidente de Estados Unidos, Donald J. Trump, quien desde su cuenta de Truth Social pidió a los hondureños votar por Nasry “Tito” Asfura. El mensaje, breve pero contundente, sacudió el debate nacional y abrió interrogantes sobre el impacto real que podría tener en una contienda marcada por el desgaste institucional, la polarización y una ciudadanía que ha mostrado señales claras de querer un cambio profundo en la conducción del país.
El respaldo de Trump no surge en un vacío político. Se da en un momento en que Asfura enfrenta un proceso judicial vigente, con acusaciones formales presentadas por la Unidad Fiscal Especializada Contra Redes de Corrupción (UFERCO). En los tribunales hondureños, el exalcalde del Distrito Central está imputado por presuntos delitos de malversación de caudales públicos, fraude, lavado de activos, uso de documentos falsos y violación de los deberes de los funcionarios. Los señalamientos, sustentados en auditorías, movimientos financieros y el rastro de más de treinta cheques emitidos desde las arcas municipales hacia cuentas personales, forman parte de uno de los expedientes más sensibles que enfrenta un candidato presidencial en la historia política reciente del país.
Sin embargo, la declaración de Trump parece ignorar completamente el peso de esas acusaciones. No solo habló de Asfura como un “hombre con el que podremos trabajar muy bien”, sino que lo presentó como el candidato más confiable para Honduras. Una afirmación que, en un contexto de campaña, adquiere una dimensión que supera lo simbólico: constituye un intento directo de influir en la decisión de los votantes, y lo hace desde la voz de un presidente estadounidense en ejercicio, con poder efectivo y con una capacidad de influencia innegable sobre ciertas capas del electorado hondureño.
En otros momentos, un mensaje de esa naturaleza habría sido recibido como una especie de certificación de liderazgo, una señal de seguridad económica y diplomática. Pero el clima político de 2025 es radicalmente distinto al de hace una década. La sociedad hondureña ha sido testigo de escándalos de corrupción que han devastado las instituciones públicas, provocando pérdida de confianza, migración masiva y un resentimiento profundo hacia la clase política tradicional. En ese ambiente, la figura de Asfura carga un peso adicional: su nombre no solo se asocia a la política nacionalista, sino a un expediente judicial que sigue su curso entre tribunales y acusaciones que no han sido desvirtuadas.
Los detalles del caso no son menores. UFERCO sostiene que entre 2017 y 2018 se desviaron fondos municipales a través de cheques emitidos con conceptos como “gastos especiales”, “fondos rotatorios” y “reembolsos”, que posteriormente fueron depositados en cuentas personales de Asfura y otros funcionarios. Parte de ese dinero habría sido utilizado para pagos privados, compras personales y financiamiento de actividades políticas. La cifra señalada supera los 28 millones de lempiras, un monto significativo para cualquier investigación de corrupción y que, desde el inicio del proceso, ha alimentado un cuestionamiento directo a la integridad del candidato nacionalista.
Aunque el juez a cargo otorgó medidas sustitutivas que permiten a Asfura enfrentar el proceso en libertad y continuar en campaña, el caso permanece abierto. Para UFERCO, las pruebas son contundentes. Para los simpatizantes del candidato, se trata de un ataque político. Y para el electorado hondureño, representa un dilema que se vuelve más complejo cuando se suma la intervención inesperada del presidente de Estados Unidos.
Trump, en su estilo directo, no ofreció matices. Tampoco hizo referencia a los procesos legales. No mencionó que el candidato al que respalda es uno de los pocos aspirantes presidenciales con un expediente judicial activo. Su mensaje, planteado como una recomendación casi paternal, contrasta fuertemente con la narrativa interna que se ha construido alrededor de la lucha anticorrupción en Honduras. La pregunta inevitable emerge: ¿por qué Trump ignoró esas denuncias? ¿Fue desinformado por su equipo? ¿O simplemente consideró que la estabilidad geopolítica de su administración pesa más que los problemas judiciales del candidato hondureño?
En Washington, la lógica política estadounidense pocas veces coincide con la complejidad interna de las naciones latinoamericanas. Para una administración estadounidense —y especialmente para una presidencia como la de Trump— la prioridad puede responder a intereses estratégicos: cooperación en temas migratorios, control fronterizo, acuerdos económicos, seguridad regional o alianzas ideológicas. Desde esa perspectiva, un candidato como Asfura, con vínculos estrechos con sectores empresariales y tradicionalmente cercano a posiciones conservadoras, puede parecer una apuesta más predecible para Washington, independientemente de su situación judicial.
Este choque entre la realidad interna de Honduras y la percepción externa evidencia un problema recurrente: la lectura incompleta o superficial que algunos actores globales tienen sobre la política local. Si efectivamente Trump fue mal informado, eso explicaría por qué no mencionó las acusaciones. Pero si la omisión fue deliberada, el mensaje es claro: para la Casa Blanca, la prioridad es la relación bilateral, no la limpieza institucional hondureña. En ambos casos, la reacción interna —y el impacto electoral— depende de la lectura que haga el votante promedio.
En un país con altos niveles de pobreza, desempleo y migración, las palabras del presidente estadounidense pueden convertirse en una herramienta de influencia muy poderosa. Sectores conservadores, migrantes con familiares en Estados Unidos y votantes preocupados por la relación bilateral pueden interpretar la declaración de Trump como un aval de seguridad. Para ellos, un respaldo internacional puede pesar tanto o más que un expediente fiscal. La figura de Trump tiene un peso considerable entre grupos evangélicos, empresariales y ciudadanos preocupados por temas migratorios. Ese sector podría ver en Asfura una garantía de estabilidad y cooperación.
Pero al mismo tiempo, existe un bloque creciente de votantes jóvenes, urbanos e independientes que rechaza la injerencia extranjera y exige integridad en la función pública. Para ellos, la recomendación de Trump no cambiará la percepción que tienen sobre el caso judicial de Asfura. Este segmento, más conectado con redes sociales y más crítico ante la corrupción, podría incluso interpretar la intervención como una intromisión que reafirma su decisión de votar por un candidato distinto, particularmente Salvador Nasralla, quien ha construido su campaña precisamente sobre la denuncia de la corrupción y la reivindicación del “cambio”.
La pregunta clave es cuánto pesa cada bloque. Los estudios de intención de voto, aunque variados y con metodologías distintas, coinciden en un dato: Nasralla se posiciona en los primeros lugares, por encima de Asfura y Rixi Moncada. Su ventaja no es aplastante, pero sí sostenida. Ese posicionamiento se explica por el desgaste del Partido Libre, la decepción con los partidos tradicionales y el agotamiento ciudadano frente a los escándalos que han golpeado a las instituciones hondureñas. En ese contexto, el respaldo de Trump puede alterar la dinámica, pero difícilmente puede redefinirla por completo.
El impacto real de la declaración depende del nivel de información del votante. Aquellos que conocen las acusaciones contra Asfura probablemente mantendrán su postura. Aquellos que no las conocen o que las consideran un asunto político menor podrían verse influenciados. Bajo condiciones normales, un mensaje de este tipo puede mover entre un 3 % y un 10 % del voto indeciso en las últimas horas. Ese porcentaje, aunque pequeño, puede ser decisivo en una elección cerrada. Pero Honduras atraviesa un momento peculiar: la intención de voto de muchos ciudadanos parece ser más consciente y más polarizada que en ciclos anteriores. El deseo de romper con las viejas prácticas políticas podría reducir el efecto de cualquier recomendación externa.
El horizonte electoral hondureño se abre así en múltiples direcciones posibles. En uno de los escenarios, el respaldo de Trump impulsa a Asfura entre votantes conservadores y sectores indecisos, permitiéndole cerrar brechas y convertir la contienda en una disputa de foto finish. En otro, la mención del mandatario estadounidense provoca un efecto contrario: más bien moviliza a sectores anticorrupción, refuerza la crítica hacia la injerencia extranjera y consolida la ventaja de Nasralla. También existe la posibilidad de un escenario fragmentado, donde la declaración de Trump no cambia sustancialmente las preferencias, pero sí profundiza la polarización y aumenta la abstención, creando un ambiente de incertidumbre que podría extenderse más allá del día de votación.
La dimensión judicial también puede jugar un papel decisivo en la percepción pública. Aunque el caso contra Asfura no ha avanzado hacia una fase conclusiva, su sola existencia en plena campaña electoral genera un ruido difícil de ignorar. La prensa independiente, las redes sociales y los organismos de sociedad civil han insistido continuamente en que Honduras necesita un liderazgo limpio y transparente, especialmente después de años marcados por escándalos y debilitamiento institucional. En ese contexto, un candidato con un proceso abierto enfrenta una desventaja que solo puede ser contrarrestada —al menos parcialmente— mediante apoyo externo significativo. Ese es el papel que está jugando la declaración de Trump.
Los hondureños se enfrentan así a un dilema que va más allá de dos candidatos o tres partidos. La elección del 30 de noviembre no es solo una disputa entre proyectos ideológicos; es un referéndum sobre el futuro del país, sobre la dirección que tomará en temas como corrupción, institucionalidad, relación internacional y tejido social. La voz de Trump irrumpe en esta discusión como un factor adicional, pero no definitivo. Su respaldo puede resonar con fuerza en ciertos sectores, pero difícilmente será suficiente para borrar o neutralizar las acusaciones que pesan sobre el candidato nacionalista.
Mientras las horas se consumen antes de que abran las urnas, el clima político es tenso, expectante y cargado de especulación. Las redes se polarizan, los analistas debaten y los equipos de campaña ajustan estrategias de última hora. Pero, al final, el peso real de la democracia recae en la decisión de los ciudadanos. Un respaldo externo puede influir. Una acusación judicial puede alertar. Un discurso encendido puede mover emociones. Pero la única fuerza capaz de definir el rumbo del país es la voluntad del votante.
El desenlace que emerja de estas elecciones dependerá de la conciencia colectiva de un país que ha sufrido, resistido y esperado durante décadas un cambio auténtico. La palabra de Trump puede sacudir el tablero, pero no puede sustituir la memoria, la experiencia y la dignidad de quienes acudirán a votar. Mucho menos puede borrar un expediente judicial que seguirá su curso más allá de las urnas.
Y tal vez, en ese choque entre un respaldo internacional y las exigencias domésticas de justicia, Honduras esté dando una señal contundente de que el país ya no es el mismo; de que la ciudadanía ha aprendido, a fuerza de golpes, que ningún líder extranjero puede conocer mejor su realidad que ellos mismos, y que la democracia solo se fortalece cuando el voto nace de la convicción, no de la influencia.
El voto final será una respuesta, no solo a Trump ni a Asfura ni a Nasralla, sino a la historia reciente de Honduras. Una respuesta que, para bien o para mal, determinará el rumbo del país en los años que vienen.