La presencia constante de la presidenta Xiomara Castro en los batallones de Honduras no puede leerse de manera superficial como una mera muestra de acercamiento institucional al cuerpo armado. En la historia política del país, las Fuerzas Armadas han representado un actor decisivo en momentos de transición y de crisis, por lo que su papel excede lo meramente castrense y toca el terreno de la estabilidad política. En este sentido, el interés de la mandataria puede tener una doble lectura: por un lado, un esfuerzo por reforzar su papel como comandante general y demostrar control sobre la institución; por otro, la utilización de este acercamiento como un recurso político en el marco del proyecto continuista y de consolidación del Partido Libre.
Castro, al igual que otros mandatarios en la región con afinidades ideológicas, parece apostar por mantener un contacto cercano y reiterado con los militares para mostrar liderazgo, escuchar sus demandas y, en teoría, promover mejores condiciones de trabajo y equipamiento. Sin embargo, la frecuencia y la intensidad de estas visitas sugieren que existe algo más que la simple función administrativa. No es común que un presidente dedique tanta atención pública y mediática a los batallones, salvo en periodos en los que la legitimidad política requiere un contrapeso o una base de apoyo sólido ante un escenario de incertidumbre.
El contexto político hondureño de cara a las elecciones de noviembre de 2025 explica gran parte de esta estrategia. Libre sabe que su proyecto enfrenta un desgaste acelerado, con un clima de descontento social, denuncias de corrupción y un rechazo creciente a las imposiciones ideológicas. En ese panorama, las Fuerzas Armadas representan un factor clave: garantizar el orden durante el proceso electoral y, sobre todo, definir si se respetarán los resultados en caso de que el oficialismo sea derrotado. Una presidenta que visita permanentemente los batallones no solo envía un mensaje de cercanía, sino también de presión implícita: los militares son llamados a recordar a quién deben lealtad en un momento crítico.
La experiencia latinoamericana reciente muestra patrones similares. En Venezuela, Nicaragua y Bolivia, los gobiernos de izquierda han cultivado relaciones estrechas con los cuerpos armados, no para fortalecer la institucionalidad democrática, sino para asegurar su alineamiento político en situaciones de crisis. En Honduras, los gestos de Castro pueden interpretarse en la misma dirección: un adoctrinamiento encubierto, en el que el discurso de “refundación” busca ser internalizado por los militares para convertirlos en defensores del proyecto partidario. En este sentido, el lema de “defender la patria” podría transformarse en sinónimo de “defender al gobierno”, un giro peligroso para la estabilidad democrática.
Al mismo tiempo, no se puede descartar que exista un componente genuino de gestión. Es cierto que los batallones hondureños sufren carencias en infraestructura, logística y bienestar del personal, y que todo jefe de Estado tiene la responsabilidad de atender esas necesidades. Pero lo llamativo es que Castro lo haga con tanta constancia y publicidad, más como un acto de propaganda política que como una labor silenciosa de modernización militar. Las cámaras, los discursos y las puestas en escena parecen diseñados más para el consumo de las bases de Libre que para transformar de raíz a las Fuerzas Armadas.
El verdadero trasfondo radica en el dilema que enfrentará Honduras si en noviembre el oficialismo pierde las elecciones: ¿acatará Libre los resultados o intentará desconocerlos? En tal escenario, las Fuerzas Armadas tendrán la última palabra. De ahí que las visitas de Castro puedan verse como una inversión política: asegurar que, llegado el momento, los militares actúen como garantes de su permanencia en el poder, y no como defensores del orden constitucional.
En conclusión, la insistencia de la presidenta en visitar batallones no es un gesto inocuo. Puede tener un componente de gestión institucional, pero su trasfondo político es evidente: preparar el terreno para que los militares sean un escudo del Partido Libre en un escenario de crisis electoral. Es, en suma, una estrategia de poder que se disfraza de liderazgo democrático, pero que refleja el temor del oficialismo a perder el control y la intención de usar a las Fuerzas Armadas como un instrumento político más en la lucha por sostenerse en el poder.