La ciudad portuaria de Tianjin, en el norte de China, se convirtió en epicentro de una estrategia geopolítica que busca moldear un contrapeso a la influencia global de Estados Unidos. La conferencia internacional convocada bajo el marco de la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS) reunió a más de veinte líderes mundiales, donde la narrativa impulsada por Vladímir Putin y Xi Jinping se centró en proyectar la asociación Moscú-Pekín como el núcleo de un nuevo orden internacional.
Durante la apertura, el presidente chino afirmó que “las reglas internas de unos pocos países no deben imponerse a otros”, en clara alusión al liderazgo estadounidense y a su manera de condicionar las relaciones internacionales. Xi subrayó la necesidad de un mundo multipolar “igualitario y ordenado”, criticando la mentalidad de Guerra Fría y la confrontación de bloques que, según él, socavan la estabilidad global. Sus palabras se dirigieron tanto a los líderes presentes como a la opinión pública del sur global, donde Pekín busca ampliar su influencia presentándose como un actor más estable frente a las turbulencias de Washington.
Putin, por su parte, utilizó su intervención para insistir en que la guerra en Ucrania es consecuencia de la intromisión de la OTAN y Occidente en los asuntos de seguridad regional. Reiteró que esperaba que su encuentro con Donald Trump en Alaska hubiera abierto el camino hacia la paz, aunque el tono de su discurso mostró más bien un endurecimiento de sus posiciones, coherente con la estrategia de resistencia frente a las sanciones y el aislamiento internacional. Su mensaje estuvo cargado de una narrativa de victimización y de búsqueda de aliados estratégicos dispuestos a cuestionar la arquitectura global diseñada en torno a la hegemonía estadounidense.
La cumbre de Tianjin no solo evidenció un acercamiento ideológico entre Rusia y China, sino que también puso de relieve la intención de sumar a otros actores clave. India, representada por el primer ministro Narendra Modi, se comprometió junto a Pekín a resolver sus disputas fronterizas y fortalecer la cooperación regional, un gesto que ha sorprendido a analistas occidentales acostumbrados a ver a Nueva Delhi más cerca de Washington. Para Putin, Modi es la pieza que completa una troika con Moscú y Pekín, lo que, en el marco de los BRICS, podría cimentar un frente tripartito con capacidad de disputar la supremacía occidental en los ámbitos económico, energético y militar.
Uno de los anuncios más concretos de la cumbre vino de parte de Xi Jinping, quien prometió la creación de un banco de la OCS con un fondo inicial de 1.400 millones de dólares destinados a los Estados miembros durante los próximos tres años. Este instrumento financiero busca ampliar el margen de maniobra de la organización, que hasta ahora ha sido percibida como un foro retórico sin demasiada incidencia práctica. Además, los líderes firmaron la Declaración de Tianjin, la Estrategia de Desarrollo de la OCS 2026‑2035, planes de cooperación en seguridad, economía digital, industria verde e inteligencia artificial, y resoluciones para reforzar la lucha contra el extremismo y el crimen organizado. La cumbre también inauguró centros especializados en seguridad, ciberdelincuencia y narcotráfico, fortaleciendo la estructura institucional del bloque.
Los asistentes incluyeron figuras polémicas y con intereses comunes en desafiar a Washington, como el presidente bielorruso Alexander Lukashenko, el mandatario iraní Masoud Pezeshkian, el líder de Myanmar Min Aung Hlaing y el presidente turco Recep Tayyip Erdoğan. Esta constelación de dirigentes, unidos por agendas nacionales divergentes, coincidió en la necesidad de frenar la “intimidación” y la presión política de Estados Unidos y sus aliados. No obstante, el verdadero desafío radica en transformar las declaraciones de intención en compromisos concretos de cooperación militar, económica y diplomática.
Los analistas coinciden en que la OCS sigue siendo una plataforma con limitaciones estructurales. Aunque se presenta como una organización de seguridad, rara vez ha tenido un papel activo en los conflictos globales recientes, como los de Ucrania o Gaza. Su utilidad ha estado más en el terreno simbólico que en el operativo. Sin embargo, el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca ha revitalizado el interés de sus miembros, dado que la política aislacionista de Washington, los nuevos aranceles y el distanciamiento con los aliados tradicionales están generando un vacío que Rusia y China buscan llenar.
El aislamiento relativo de Estados Unidos, producto de sus tensiones comerciales y de su falta de coherencia en política exterior, ha ofrecido a Pekín y Moscú una ventana de oportunidad para fortalecer la idea de que el mundo ya no gira en torno a una sola superpotencia. De ahí que en Tianjin se haya hablado constantemente de multipolaridad, cooperación regional y rechazo a la confrontación de bloques, aunque en la práctica, los propios discursos de Xi y Putin evidencian un alineamiento contra Occidente que se asemeja mucho a la lógica de bloques que dicen combatir. El gran interrogante sigue siendo si las palabras, las fotografías y los documentos firmados serán suficientes para cimentar un eje sólido frente a Estados Unidos y Europa, considerando la heterogeneidad de sus miembros y los históricos conflictos bilaterales entre algunos de ellos.